
Casi ni me levanto, no me daban las patas. Cuando veo entre mis mensajes uno del escritor solapero mostrando un nuevo relato. El tipo parece estar atareado por una muerte, o quizá crea ser la madeleine de Proust (1871-1922) y encontrarse aún entre la garganta y el esófago haciéndole más aciago el destino a Marcel. El escritor solapero es tan afrancesado como Proust; solapero recoge, mientras sonríe con esa mesura intolerable, todo lo que escucha para almacenarlo como un hámster en sus párpados, luego vaciarlo y martirizarse abrazado a las quince pulgadas de su maquina portátil. ¡Pobre solapero! pienso mientras leo lo que envió, su vida es caótica y, ¡mira¡ su transito interior que bien redactado queda, como queriendo decir a cada lector: -Ruego cierta consideración a quien halle este escrito...- ¡pobre solapero¡ como queda uno fascinado con lo que escribe; mientras él seguramente, corrige algún texto que maquilla durante horas como le enseñaron en la universidad, para que su pobreza espiritual parezca en serio un transito tortuoso, y su estoicismo se transforme en una sucesión de infortunios escudados por palabras.
¡Carajo, ahí ta la madeleine de Proust! grité mientras llegaba al final del relato, olvidando que me encontraba en un hediondo locutorio infestado de estudiantes secundarios que permanecen días enteros agriando ese insoportable hedor a hacinamiento humano.
Solapero tiene clara su consigna: humillar a la gente, pero con altura. Porque solapero no tiene un enemigo, solapero los odia a todos por igual, ama lo macho que no es y el reflejo de esa carencia en otros lo seduce y le aprisiona al destructor adormecido que lleva dentro, en esa especie de cárcel individual. Sí, a solapero lo adormecieron, su venganza es finita pero lerda, y su odio parte desde esa mueca oculta de dolor con la que te mira condescendientemente mientras determina que se puede hacer con lo que decís, hacia un titán interior que alza el puño agonizando hasta caer sumido en un sueño narcotizante. Resistir, clamar, vengar; y puño, lo mantiene en alto hasta que cae.
Una lástima, yo quiero que sigua en pie, como el boxeador que él desearía ser: contra las cuerdas, en un rincón, aguantando embates y devolviendo golpes.
En el castillo de Kafka, K el personaje dice a viva voz: “la verdad de este mundo es la muerte, hay que escoger morir o mentir”
¡Carajo, ahí ta la madeleine de Proust! grité mientras llegaba al final del relato, olvidando que me encontraba en un hediondo locutorio infestado de estudiantes secundarios que permanecen días enteros agriando ese insoportable hedor a hacinamiento humano.
Solapero tiene clara su consigna: humillar a la gente, pero con altura. Porque solapero no tiene un enemigo, solapero los odia a todos por igual, ama lo macho que no es y el reflejo de esa carencia en otros lo seduce y le aprisiona al destructor adormecido que lleva dentro, en esa especie de cárcel individual. Sí, a solapero lo adormecieron, su venganza es finita pero lerda, y su odio parte desde esa mueca oculta de dolor con la que te mira condescendientemente mientras determina que se puede hacer con lo que decís, hacia un titán interior que alza el puño agonizando hasta caer sumido en un sueño narcotizante. Resistir, clamar, vengar; y puño, lo mantiene en alto hasta que cae.
Una lástima, yo quiero que sigua en pie, como el boxeador que él desearía ser: contra las cuerdas, en un rincón, aguantando embates y devolviendo golpes.
En el castillo de Kafka, K el personaje dice a viva voz: “la verdad de este mundo es la muerte, hay que escoger morir o mentir”